martes, 24 de junio de 2008

El Papel de la Epistemología en la Historiografía Científica Contemporánea


Georges Canguilhem
A quien emprende el examen de las relaciones entre la epistemología y la historia de las ciencias se le impone una primera constatación, y ese mismo hecho es instructivo para un planteamiento correcto del problema. Es que actualmente disponemos, sobre esta materia, más de manifiestos y de programas que de logros. Con relación al inventario de las intenciones, la balanza de las realizaciones es magra.

Frente a la historia de las ciencias, disciplina que también tiene una historia, la epistemología se encuentra, a primera vista , en una falsa situación. Desde el punto de vista de la cronología, la historia de las ciencias no debe nada a esa especie de disciplina filosófica que desde 1854, según parece, se llama epistemología[1]. La Historie des Mathématiques de Montucla (1758), la Historie de l’Astronomie de Bailly (1775-1782), el Versuch einer pragmatischen Geschichte der Arzneikunde de Kurt Sprengel (1792-1803) son obras escritas por fuera de toda referencia a un sistema de conceptos críticos o normativos.

Sin duda, todos estos trabajos proceden, incluso sin una conciencia reflexiva reivindicada por cada uno de sus autores, de una conciencia de época, impersonalmente tematizada en la doctrina de la perfectibilidad indefinida del espíritu humano, que se apoya en una sucesión muy continua de revoluciones en cosmología, matemática y fisiología, realizadas por Copérnico, Galileo, Descartes, Harvey, Newton, Leibniz, Lavoiser, para no anticipar más que bajo el aspecto de la continuidad el progreso científico por venir. Si Sprengel, en la introducción a su Historia de la Medicina, hace expresamente alusión, en la razón de la fecha de 1792, a la filosofía crítica, lo hace como a una doctrina de la que se ha impregnado algunos médicos, con igual título a como en otro tiempo hubo medicinas dogmáticas, empíricas o escépticas, y de ningún modo como instrumento nuevo y eficaz de valorización y desvalorización de los procedimientos del saber, Sería pues perfectamente vano reprochar a los historiadores de la ciencias de los siglos XVIII y XIX no haber utilizado ninguno de los conceptos que los epistemólogos se esfuerzan hoy en día por hacer valer como reglas de escritura y composición para quien practica y produce la historia de las ciencias.

Ahora bien, entre estos historiadores, aquellos que soportan mal la mirada que el epistemólogo dirige hacia su disciplina, no dejan de observar que, nutrida ella misma de historia de las ciencias, la epistemología no está autorizada para pretender producir más de lo que ha recibido y a reformar en principio aquello de lo que en efecto precede. Esta acrinomia no carece de alguna relación, vaga o laxa, con la antigua correspondencia entre disciplina y facultades del alma. Historia que surge de Memoria.

Pero debe preguntarse de qué lado se encuentra la ambición más exorbitante. ¿No es más pretencioso tomarse por memoria que pretender emitir un juicio? Del lado del juicio, el error es un accidente posible, pero del lado de la memoria la alteración es de esencia. De la reconstitución propia de la historia de las ciencias, hay que decir lo que ya se ha dicho de las reconstituciones en otros dominios de la historia –política, diplomática, militar, etc.-, a saber, que contrariamente a la exigencia de Leopoldo Ranke, el historiador no podría jactarse de presentar las cosas como ellas realmente han pasado (wie es elgentlich gewesen)

Se ha comentado a menudo la opinión de Dijksterhuis, según la cual la historia de las ciencias no es solamente la memoria de las ciencias sino también el “laboratorio” de la epistemología[2]. Del hecho de que una elaboración no es una restitución, se puede concluir que es legítima la pretensión de la epistemología de dar más de lo que ha recibido. Para ella se trata, al desplazar el polo de interés, de sustituir la historia de las ciencias por las ciencias según su historia.

Tomar por objeto de estudio solo cuestiones de fuentes, de invenciones o de influencias, de anterioridad, de simultaneidad o de sucesión correspondería, en el fondo, a no hacer diferencias entre las ciencias y otros aspectos de la cultura. Una historia de las ciencias, pura de toda contaminación epistemológica, debería reducir una ciencia, en un momento dado, por ejemplo la fisiología vegetal en el siglo XVIII, a una exposición de las relaciones cronológicas y lógicas entre diferentes sistemas de enunciados relativos a alguna clase de problemas o de soluciones. El valor respectivo de los historiadores sería entonces medido por la amplitud de la erudición y por la fineza del análisis de las relaciones, analogías o diferencias, entre los científicos. Pero esta diversidad de historias no modificaría en nada su relación común a aquello de lo que ellas se dirían la historia.

La historia pura de la botánica en el siglo XVIII no puede comprender bajo el nombre de botánica nada más que lo que los botánicos de la época se fijaron como su dominio de exploración. La historia pura reduce la ciencia que ella estudia al campo de investigación que le fue asignado por los sabios de la época y al género de mirada que ellos dirigieron a este campo. ¿Pero esta ciencia del pasado es un pasado de la ciencia de hoy en día? He aquí un primer problema, quizás fundamental. Tratemos de plantearlo correctamente, a propósito del ejemplo invocado arriba.

Tomado absolutamente, el concepto de pasado de una ciencia es un concepto vulgar. El pasado es el desván desordenado de la interrogación retrospectiva. Trátese de la figura de la tierra, de la hominización del hombre, de la división del trabajo social o del delirio alcohólico de tal individuo, la investigación de los antecedentes de la actualidad, más o menos expuesta o compendiada, según los medios y las necesidades del momento, nombra pasado a su condición de ejercicio y se la apropia de antemano como un todo de capacidad indefinida.

En este sentido, el pasado de la fisiología vegetal de hoy en día comprendería todo lo que personas llamadas botánicos, médicos, químicos, horticultores, agrónomos, economistas han podido escribir, respecto de sus conjeturas, observaciones o experiencias, de las relaciones entre estructura y función, sobre objetos denominados bien sea hierbas, plantas o bien vegetales. Podemos hacernos a una idea de esta abundancia, incluso en los límites de un recorte cronológico y político, remitiéndonos al muy útil inventario que Lucien Plantefol ha preparado de los trabajos de los botánicos franceses en la Academia de Ciencias, con ocasión de su tercer centenario[3]. Pero un inventario de trabajos anteriores a ese momento, es una historia de la botánica en el sentido en que la botánica misma es en primer lugar una historia, es decir, una descripción ordenada de las plantas.

La historia de una ciencia es así el resumen de la lectura de una biblioteca especializada, depósito y conservatorio del saber producido y expuesto, desde la tableta y el papiro hasta la cinta magnética, pasando por el pergamino y el incunable. Aunque se tratase allí, realmente, de una biblioteca ideal, ella idealmente es, por derecho, la integridad de una suma de indicios. La totalidad del pasado está representada allí como una especie de plano continuo dado sobre el cual se puede desplazar, según el interés del momento, el punto de partida del progreso cuyo término es precisamente el objeto actual de este interés.

Lo que distingue entre sí a los historiadores de la ciencia, es la temeridad o la prudencia de sus desplazamientos sobre este plano. Puede pensarse que lo que por derecho ha de esperar la historia de la ciencia de la epistemología, es una deontología de la libertad de desplazamiento regresivo sobre el plano imaginario del pasado integral.

Es por otra parte, en suma, la conclusión de una rigurosa argumentación de Suzanne Bachelard, Epistemologie et Histoire des Sciences, que hay que lamentar que aún permanezca oculta en las Actas de un Congreso[4]. “Que la actividad del historiador sea retrospectiva le impone límites pero le da poderes. El historiador construye su objeto en un espacio-tiempo ideal. Es de su incumbencia evitar que este espacio-tiempo sea imaginario”.

Para regresar a nuestro ejemplo, los botánicos del siglo XVIII que emprendieron investigaciones en fisiología vegetal, buscaron modelos en la fisiología animal de la época y, por este hecho, se dividieron entre fisiólogos-físicos como Stephen Hales, y fisiólogos-químicos como Jean Senebier y Jan Ingenhousz. Pero porque la fisiología vegetal contemporánea utiliza métodos de análisis químicos y técnicas físicas, sería por lo menos temerario componer una historia donde la continuidad de un proyecto ocultaría la discontinuidad radical de los objetos y la novedad radical de las disciplinas llamadas bioquímica y biofísica. Entre la química de la oxidación y la bioquímica de las oxidaciones enzimáticas, la fisiología vegetal ha debido primero hacerse fisiología celular –y se sabe muy bien qué resistencias ha encontrado la teoría celular de los organismos- y luego deshacerse de las primeras concepciones de la célula y del protoplasma para abordar a nivel molecular el estudio de los metabolismos.

En su considerable History of Biochemistry[5], Marcel Florkin, tomando de Gaston Bachelard el concepto de “ruptura epistemológica”, muestra que la sustitución de una fisiología enzimática por una fisiología protoplasmática de la nutrición vegetal, ha sido el efecto teórico del descubrimiento por Eduard Büchner del fenómeno de fermentación no-celular (1897), incomprendido y por mucho tiempo rechazado por los paladines del pasteurismo[6].

Se ve entonces por qué el pasado de una ciencia actual no se confunde con la misma ciencia en su pasado. Para restablecer la sucesión de las investigaciones, experiencias y conceptualizaciones, sin las cuales serían ininteligibles los trabajos de Gabriel Bertrand (1897) sobre la presencia necesaria de los metales en la constitución de las moléculas de enzimas y sobre el papel de lo que él ha llamado “coenzimas”[7], carece de interés regresar hasta Théodore de Saussure (1765-1845) para comprenderlo en una historia de la nutrición vegetal. Por el contrario, no deja de ser de interés remontarse a su contemporáneo Brisseau de Mirbel (1776-1854) y a los orígenes de la teoría celular en la botánica para entender la fecundidad heurística de la localización infra-celular de los objetos de la primera bioquímica de enzimas.

Así, en el espacio del ejercicio histórico, se pueden situar en el mismo lugar acontecimientos teóricos significativos o insignificantes, según un recorrido discursivo cuyo término momentáneo debe ser puesto en relación de dependencia con puntos de partida conceptualmente homogéneos, recorridos cuya progresión revela una dirección propia.

En este caso, dirá el historiador de la ciencia, ¿no es normal que el objetivo de la epistemología no pueda ser alcanzado más que por el científico? ¿No es la persona competente para indicar cuáles son los puntos de llegada cuyo interés científico, estimado según el presentimiento de desarrollos futuros, merece ser confirmado por la reconstitución del recorrido discursivo del cual es la conclusión provisional? La apelación a este tercer personaje no podría sorprender o incomodar al epistemólogo. No ignora que hubo y hay científicos que se han despreocupado de sus penosas relaciones con la ciencia en acto para componer historias narrativas de su ciencia en reposo, que ha habido y hay científicos que han sabido, con el apoyo de una epistemología con cuyos conceptos concuerdan, componer historias críticas, capaces de intervenir positivamente en el devenir de la ciencia misma. La obra de Ernst Mach, Die Mechanik in ihrer Entwicklung (1883), es un ejemplo célebre. Su impacto sobre las investigaciones de Einstein es bien conocido. Se ha constituido en objeto de un estudio histórico epistemológico en L’Histoire du principe de relativité de Marie Antoinette Tonnelat[8]. Qué epistemólogo no suscribiría la declaración liminar por medio de la cual se rechaza cierta manera de escribir la historia: “A riesgo de decepcionar a ciertos especialistas, afirmamos pues que no existe una auténtica e imperfectible Relatividad de la que nos propusiéramos buscar el esquema en los primeros desarrollos de las teorías científicas. Ningún bosquejo imperfecto pero prometedor espera, bajo el velo de ignorancias y prejuicios, una suerte de investidura. Esta idea misma es antirrelativista....Nacida en la confusión del aristotelismo moribundo, renovada por las contradicciones ligadas a un inasequible éter, la idea de la Relatividad parece cada vez más ligada a lo que la sigue que a lo que la precede[9].Visión innovadora, ella aclara su propio camino e incluso, en gran medida, define los rodeos y determina la profundización.”[10]

Pero reconocer la existencia y el valor de una historia epistemológica compuesta por científicos,[11]¿debe implicar para el epistemólogo el renunciamiento al tipo específico de su relación con la historia de las ciencias, con el pretexto de que una relación análoga se puede restaurar entre el científico y la historia, para el mayor beneficio de ésta? ¿O bien el epistemólogo debe mantenerse como tercero en discordia, haciendo valer que si la relación es aparentemente del mismo tipo, la motivación que la instituye, en su propio caso y en el caso del científico, es fundamentalmente diferente?

En una obra muy reciente, La philosophie silencieuse ou Critique des philosophie de la science, Jean-Toussanit Desanti[12], habiendo primero tomado nota de la actual ruptura del vínculo de las ciencias con la filosofía, se pregunta por la pertenencia de los problemas planteados por el filósofo –el epistemólogo- al científico concerniente a sus vías y medios de producción de conocimientos. Dado que el discurso filosófico no es productor de conocimientos, ¿queda descalificado el filósofo para discurrir acerca de las condiciones de su producción? “¿Es necesario decidirse a no decir nada de las ciencias, salvo que ellas se producen a sí mismas? Es necesario que la tarea crítica, que consiste en anular los discursos interiorizantes y reproductores, exige una instalación en el contenido de los enunciados científicos. Esta ‘instalación’ no puede ser más que una práctica. He ahí una parte, y no la menor, de la enseñanza de Gaston Bachelard. O bien nos callamos sobre una ciencia, o bien hablamos desde su interior, es decir, practicándola”.[13] Pero hay que practicar y practicar. Si es en el sentido en que decía Descartes que practicaba su método en las dificultades matemáticas,[14] puede parecer que esta especie de práctica productiva no esté al alcance del filósofo, que sería uno de los exploradores del ejército de científicos. Queda entonces que practicar una ciencia, para el epistemólogo, corresponde a imitar la práctica del científico tratando de restituir los gestos productivos de conocimiento, por medio del frecuente estudio de los textos originales en los que el productor ha dado explicación de su conducta[15].

Dado que en su conducta teórica un investigador no se puede abstener de interesarse en la franja inmediatamente anterior de las investigaciones del mismo orden, y puesto que un borde también está bordeado y así sucesivamente, el interés por la ciencia en su historia, incluso si no está muy extendido entre los científicos, debe ser reconocido como natural. Pero porque es interior a la heurística, este interés no podría extenderse a antecedentes muy alejados. El alejamiento es aquí de orden conceptual más que cronológico. Tal matemático del siglo XX no podría sentirse más interesado por Arquímedes que por Descartes. Además, el tiempo es evaluado, y no se le podría acordar la misma importancia al progreso de la teoría y a la investigación retrospectiva.

A diferencia del interés histórico del científico, el del epistemólogo no puede ejercerse sino con dedicación exclusiva o al menos con prioridad. Es un interés de vocación y no de complemento. Pues su problema es llegar a abstraer de la historia de la ciencia, en cuanto es una sucesión manifiesta de enunciados, más o menos sistematizados, con pretensión de verdad, el recorrido ordenado latente, solo ahora perceptible, cuyo término provisional es la actual verdad científica. Pero porque es principal y no auxiliar, el interés del epistemólogo es más libre que el del científico. Su apertura puede compensar su relativa inferioridad en la posesión y el uso retro-analítico de los productos de un saber de punta. Por ejemplo, el interés de Sir Gavin de Beer por una relectura de Charles Darwin,[16] paralela a la publicación (1960-1967) de los Note-books on Transmutation of Species, fue en parte motivado y esclarecido por sus trabajos embriológicos, orientados a la revisión de las concepciones pre-darwiniana y darwiniana de la relación embrión-ancestro. Pero cuando Camille Limoges,[17] en su estudio La selection naturelle, se apoya en inéditos de Darwin, publicados y comentados por Sir Gavin de Beer, para responder a la afirmación, sostenida varias veces desde hace un siglo, según la cual debía a la lectura de Malthus la condición de elaboración del concepto capaz de coordinar inteligiblemente el conjunto de sus observaciones, se trata de una óptica completamente distinta. Lo que Limoges discute es la utilización del concepto de influencia, concepto vulgar de la historiografía usual. Lo que busca ilustrar, a partir del ejemplo de Darwin, es cierto modo de interrogación de los textos, que no otorga privilegio a aquéllos en los cuales el autor ha creído el deber de explicarse a sí mismo. La puesta en relación polémica del nuevo concepto de selección natural y del anterior concepto de economía natural permite a C. Limoges situar la ruptura entre la antigua y la nueva historia natural a nivel de la revisión del concepto de adaptación, tomado ahora en sentido aleatorio, en el cuadro de observaciones de orden biogeográfico o, como se dirá en lo sucesivo, ecológico.[18]

El interés epistemológico en la historia de las ciencias no es nuevo. Acabamos de decir que es cuestión de vocación. Bien mirada, la epistemología no ha sido más que histórica. En el momento en que la teoría del conocimiento ha dejado de fundamentarse en una ontología, incapaz de dar cuenta de nuevas referencias adoptadas por nuevos sistemas cosmológicos, es en los actos mismos del saber que ha debido buscar no sus razones de ser sino los medios para realizarlos. En el segundo prefacio (1787) a la Crítica de la razón pura, Kant se apoya en una historia de las ciencias, matemática y física, resumida en algunas líneas, para justificar su proyecto de invertir la relación entre lo conocido y el conocer. En los comentarios de este prefacio se insiste tradicionalmente sobre la pseudo-inversión copernicana y se olvida, sin razón a nuestro parecer, el sentido innovador de los términos con los que Kant define el motor de lo que él llama las revoluciones de las técnicas del pensamiento (Denkart). La matemática –inicialmente Thales o algún otro- debe producir (hervorbringen) sus objetos de demostración; la física –inicialmente Galileo y Torricelli- debe producir (hervorbringen) sus objetos de experiencia como efecto de un preceder de la razón, es decir de sus iniciativas. Si Kant ha creído que era posible abstraer de los productos de las ciencias de la época una tabla de las obligaciones y de las reglas de producción de conocimiento que él consideraba definitiva, esto mismo es un hecho cultural de la época. Cuando se piensa la historia de la ciencia bajo la categoría del progreso de las luces, es difícil entrever la posibilidad de una historia de las categorías del pensamiento científico.

Hay apenas necesidad de decir que al unir tan estrechamente el desarrollo de la epistemología a la elaboración de los estudios de la historiografía científica, nos inspiramos en la enseñanza de Gaston Bachelard.[19] Los conceptos básicos de esta epistemología son ahora bien conocidos, quizás incluso sufren de una vulgarización que hace que a menudo se los comente o se los discuta, sobre todo en el extranjero, en forma trivializada, aséptica podría decirse, privada de la potencia polémica original. Estos conceptos son, recordémoslos, los de nuevo espíritu científico, obstáculo epistemológico, ruptura epistemológica, historia de las ciencias caducada o sancionada. Son las traducciones de comentarios críticos –especialmente los de Dominique Lecourt- más bien que las traducciones de su obra epistemológica misma, las que han hecho conocer a Bachelard a los lectores de lengua italiana, española, alemana e incluso inglesa. Si tuviésemos que indicar un texto en el cual el propio Bachelard condensa su investigación y su enseñanza, citaríamos de buena gana las páginas de conclusión de su último trabajo epistemológico, El materialismo racional.[20] En este texto la tesis de la discontinuidad epistemológica del progreso científico es sostenida con argumentos tomados de la historia de la ciencia en el siglo XX, de la pedagogía de las ciencias, de la necesaria transposición de su lenguaje. Bachelard termina por medio de una nueva variación sobre la pareja verosímil-verídico. “La ciencia contemporánea está hecha de la investigación de hechos verosímiles y de la síntesis de leyes verídicas”. La veracidad o el decir–lo-verdadero de la ciencia, no consiste en la reproducción fiel de alguna verdad inscrita desde siempre en las cosas o en el intelecto. Lo verdadero es lo dicho del decir científico. ¿En qué reconocerlo? En lo que no es jamás dicho primariamente. Una ciencia es un discurso normado por su rectificación crítica. Si este discurso tiene una historia cuyo curso cree reconstituir el historiador, es porque es una historia cuyo sentido debe reactivar el epistemólogo “...Todo historiador de las ciencias es necesariamente un historiógrafo de la verdad. Los acontecimientos de la ciencia se encadenan en una verdad acrecentada sin cesar... Tales momentos del pensamiento arrojan una luz recurrente sobre el pasado del pensamiento y de la experiencia.”[21] Es esta iluminación recurrente la que debe impedir al historiador tomar la persistencia de términos por identidades de conceptos, las invocaciones de los hechos de observación análogos por parentescos de métodos y de interrogación y, por ejemplo, hacer de Maupertius un transformista o un genetista antes de tiempo[22].

Se ve toda la diferencia entre la recurrencia entendida como jurisdicción crítica sobre el pretérito de un presente científico, con la garantía, precisamente porque es científico, de ser superado o rectificado, y la aplicación sistemática y cuasi-mecánica de un modelo standard de teoría científica que ejerza una especie de función de policía epistemológico sobre las teorías del pasado. Lo que el padre Joseph T. Clark ha llamado el método de arriba abajo en historia de las ciencias[23] consistiría en apoyarse en la seguridad, dada por la filosofía analítica de la ciencia, de que la ciencia ha logrado ahora su madurez, de que el modelo lógico de la producción de nuevos resultados futuros continuará siendo lo que es. De manera que el trabajo del historiador, provisto de un tipo acabado de teorías, consistiría en preguntar a las teorías del pasado las razones de su falta de madurez lógica. Un modelo definitivo actual, retroactivamente aplicado como clave universal, no es una proyección selectiva de luz sobre el pasado, es una especie de ceguera para la historia. Es lo que Ernest Nagel ha objetado a esta tesis.[24] Imaginando, por ejemplo, cómo Copérnico habría podido superar ciertas limitaciones de su teoría si hubiera formalizado todas sus suposiciones, se confunde la posibilidad lógica y la posibilidad histórica. Nagel piensa que Clark da prueba de una confianza dogmática en la filosofía analítica de la ciencia.

Si es fácil distinguir la recurrencia del método llamado de arriba abajo, no lo es menos distinguir la “normalidad”, característica según Bachelard de actividad científica,[25] de lo que llama Thomas Kuhn “ciencia normal”.[26] A pesar de cierto número de contactos entre las dos epistemologías, especialmente en lo que concierne a la estimación de las pruebas de continuidades la ciencia por medio de la enseñanza y los manuales, hay que convenir que los conceptos de base que parecen de la misma familia, de hecho no se remontan al mismo linaje. Esto lo ha visto y lo ha dicho el padre François Russo en un artículo bien documentado, Epistémologie et Histoire des Sciences,[27] dónde a pesar de ciertas reservas concernientes a la reivindicación de superioridad a veces propia de la historia epistemológica, el autor descubre en Kuhn un desconocimiento de la racionalidad específicamente científica. No obstante el cuidado con que pretende conservar de la enseñanza de Sir Karl Popper la necesidad de la teoría y su prioridad sobre la experiencia, Kuhn no logra repudiar la herencia de la tradición lógico-empirista, e instalarse decididamente en el terreno de la racionalidad, de la que esta epistemología parece sin embargo obtener sus conceptos claves de paradigmas y ciencia normal. Pues paradigma y normal suponen una intención y actos de regulación, son conceptos que implican la posibilidad de un desfasaje o de un despegue con relación a aquello que regulariza. Ahora bien, Kuhn les hace jugar esta función sin proporcionarles los medios, no reconociéndoles más que un modo de existencia empírica como hechos de cultura. El paradigma es el resultado de una elección de usuarios. Lo normal es lo común, en un período dado, a una colectividad de especialistas en una institución universitaria o académica. Se cree habérselas con conceptos de crítica filosófica, cuando se está a nivel de la psicología social. De acá el embarazo de que es testimonio el Postfacio a la segunda edición de la Estructura de las revoluciones científicas, cuando se trata de saber lo que conviene entender por verdad de la teoría.

Por el contrario, cuando Bachelard habla de norma o de valor es porque, tratándose de la ciencia de su predilección, la física matemática, identifica teoría y matemáticas. Es un matematismo que se constituye en la osamenta de su racionalismo. En matemáticas no hay lo normal sino lo normado. Contrariamente a los herederos, más o menos directos u ortodoxos del logicismo empirista, Bachelard piensa que las matemáticas tienen un contenido de conocimiento, a veces efectivo, a veces latente, en el cual es depositado, momentáneamente, su progreso. En este punto, Bachelard se encuentra con Jean Cavaillès, cuya crítica al logicismo empirista no ha perdido nada de su vigor y de su rigor. Después de haber mostrado, contra Carnap, que “el encadenamiento matemático posee una cohesión interna que no se deja atropellar: lo progresivo es de esencia...”,[28] Cavaillès concluye, sobre la naturaleza de este progreso: “Ahora bien, uno de los problemas esenciales de la doctrina de la ciencia es que justamente el progreso no es aumento de volumen por yuxtaposición, subsistiendo lo anterior con lo nuevo, sino revisión perpetua de los contenidos por profundización y tachadura. Lo que está después es más que lo que había antes, no porque lo contenga e incluso lo prolongue, sino porque sale necesariamente de éste y lleva en su contenido la marca cada vez más singular de su superioridad”[29].

En razón de las especialidades científicas –física, matemáticas y química de las síntesis calculada- en cuyo campo fue inicialmente elaborado, el método histórico de la recurrencia epistemológica no podría ser considerado como una llave maestra. Sin duda, de una especialidad bien trabajada, bien “practicada”, en la inteligencia de sus actos generadores, se puede abstraer reglas de producción de conocimientos, reglas susceptibles de extrapolación prudente. En este sentido el método puede ser ampliado más bien que generalizado. Pero no se lo puede extender a otros objetos de la historia de las ciencias sin una ascésis preparatoria de la delimitación de su nuevo campo de aplicación. Por ejemplo, antes de importar a la historia natural en el siglo XVIII las normas y procedimientos del nuevo espíritu científico, convendría preguntarse a partir de qué fecha se puede identificar en las ciencias de los seres vivos alguna fractura[30]conceptual de un efecto revolucionario igual al de la física relativista o la mecánica cuántica. Parece que esta fractura es apenas reconocible en la época de la recepción del darwinismo[31] y que , si lo es, lo es bajo el efecto recurrente de transformaciones ulteriores, la constitución de la genética y la bioquímica macromolecular.

Conviene pues admitir como indispensable un buen uso de la recurrencia y la educación de la atención a las rupturas. A menudo cree el investigador de las rupturas, a la manera de Kant, que un saber científico se inaugura con una ruptura única, genial. A menudo también el efecto de ruptura es presentado como global, afectando la totalidad de una obra científica. Sin embargo, habría que saber distinguir, en la obra de un mismo personaje histórico, rupturas sucesivas o rupturas parciales. En una trama teórica ciertos hilos pueden ser completamente nuevos, mientras que otros son tomados de viejas texturas. Las revoluciones copernicana y galileana no se hicieron sin conservación de herencia. El caso de Galileo es ejemplar. Tanto en el artículo Galileo y Platón[32] como en los Estudios Galileanos[33], Alexander Koyré ha indicado dónde se sitúa, según él, en la obra de Galileo, la “mutación”[34] decisiva que lo hace irreductible a la mecánica y a la astronomía medievales. Pues la elevación de la matemática –aritmética y geometría- a la dignidad de clave de inteligibilidad para las cuestiones de física significa el retorno de Platón por encima de Aristóteles. La tesis es suficientemente conocida como para dispensarnos de insistir en ella. Pero al evocar, a justo título por otra parte, un Galileo arquímedeo tanto como platónico, ¿no abusa Koyré de la libertad de recurrencia?[35]¿ Y no sobreestima un poco el efecto de la ruptura galileana al presentarla como repudio a todo aristotelismo? Sobre este punto, ¿no está autorizado Ludovico Geymonat a afirmar en su Galileo Galilei[36] que Koyré ha borrado con mucha facilidad, en su interpretación, todo lo que conservaba Galileo de la tradición aristotélica al exigir a la matemática reforzar la lógica? Koyré se ve pues corregido en el mismo punto donde él corregía a Duhem cuando escribía: “ La aparente continuidad en el desarrollo de la física, de la Edad Media a los Tiempos Modernos (continuidad que han subrayado tan enérgicamente Caverni y Duhem), es ilusoria... Una revolución bien preparada es no obstante una revolución”.[37]

¿Carecería a este propósito de interés preguntarse por las razones que han hecho de Duhem, aun más que de Koyré, en materia de historia y de epistemología, el interlocutor francés privilegiado de los historiadores y los epistemólogos anglosajones de ascendencia analítica?¿No será que la fidelidad de Duhem a los esquemas aristotélicos, cuando estudia la estructura de las teorías científicas, se acomoda mejor a los descendientes del empirismo lógico de lo que lo hace el materialismo histórico de Koyré y sobre todo el matematismo militante de Cavaillès y de Bachelard?[38]

¿Y no es paradójico que sea propio de una epistemología de tipo discontinuista el justificar plenamente la pertinencia de una historia de las ciencias inspirada por una epistemología de la continuidad? Pues si entre ellos hay discordancia sobre la relación de las normas de validación del pasado científico, ellos es como consecuencia de una elección diferente del campo de aplicación. La epistemología de las rupturas conviene al período de aceleración de las ciencias, período en el cual el año e incluso el mes han llegado a ser la unidad de medida del cambio. La epistemología de la continuidad encuentra su objeto de preferencia en los comienzos o en el despertar de un saber. La epistemología de las rupturas no desprecia en manera alguna a la epistemología de la continuidad, ni siquiera cuando ironiza sobre los filósofos que no creen sino en ella. Bachelard comprende a Pierre Duhem y soporta mal a Emile Meyerson: “En suma, he aquí el axioma de la epistemología planteada por los continuistas: puesto que los comienzos son lentos, los progresos son continuos. El filosofo no va más lejos. Cree inútil vivir los tiempos nuevos, los tiempos donde precisamente los progresos científicos estallan por todas partes, haciendo ‘estallar’ necesariamente la epistemología tradicional”.[39]

Capaz por un lado de hacer justicia a una forma de historia de la ciencias que no condena ni excluye al sobrepasarla, pero sobre otro segmento de la diacronía, ¿la historia según el método epistemológico de la recurrencia es, por otro lado, capaz, por el hecho de sus conceptos y sus normas, de anticipar y legitimar su eventual superación?

Es sin duda evidente que el progreso científico por ruptura epistemológica impone la refundación frecuente de la historia de una disciplina que no puede considerarse exactamente la misma, puesto que bajo un mismo nombre usual, perpetuado por inercia lingüística, se trata de un objeto diferente. Por fuera de la personalidad de sus autores, no es únicamente por el volumen de conocimientos acumulados que La logique du vivant (1970) de Francçois Jacob difiere de la segunda edición (1950) de la History of biology de Charles Singer;[40] lo es por el hecho del descubrimiento de la estructura de la ADN (1953) y de la introducción en biología de nuevos conceptos, sea bajo términos conservados como organización, adaptación, herencia, sea bajo términos inéditos como mensaje, programa, teleonomía.

Pero la cuestión no es refundación; lo es de desuso y quizás incluso de muerte. Entre los epistemólogos franceses de la joven generación, hay dos maneras diferentes de tomar sus distancias con relación a esta especie de historia de las ciencias. La primera consiste en denunciar la ilusión epistemológica y en enunciar un relevo poniendo fin a una usurpación de función. La segunda consiste en decir que la historia de las ciencias aún está por nacer.

Dominique Lecourt, autor de exégesis minuciosas, penetrantes, comprensivas de la obra de Gaston Bachelard, en el último estudio que le consagra, bajo el título del El día y la noche,[41] ingeniosamente trata de demostrar que Bachelard no ha logrado tomar conciencia del motor y del sentido de sus análisis epistemológicos, que ha permanecido prisionero de las implicaciones idealistas de la filosofía de las ciencias, aplicando a las producciones del saber un método de juicio vertical, aunque todas sus conclusiones tienden a reforzar las tesis del materialismo dialéctico. Puesto que la producción de saberes es un hecho de la práctica social, el juicio de estos saberes en cuanto a su relación con sus condiciones de producción dependen de hecho y por derecho a la teoría de la práctica política, es decir del materialismo marxista repensado por Althusser y su escuela. Ciertamente se acordará que si esto es así, la pretensión de intersección vertical de la ciencia por la epistemología debe caer. Pero se preguntará primeramente si es posible conservar el nombre de “ciencia” para un género de producciones del cual la vertical de intersección (o más exactamente dicho, la última instancia dominante) es la política, sustituyendo a la antigua polaridad de lo verdadero y lo falso la nueva polaridad de la conformidad y de la desviación con relación a una “línea”. Se preguntará después cómo un concepto fundamental de una epistemología ilusionista, el de ruptura, aumentado en su poder por la invención del término “corte”, puede sostener una reinterpretación del marxismo, en su constitución como ciencia de la historia, en cuyo nombre es rechazada la epistemología como una ilusión.

Michel Serres deja una constancia de ausencia. “Todo el mundo habla de historia de las ciencias. Como si existiera. Ahora bien, yo no la conozco”.[42] En “historia de las ciencias”, de las es indefinido partitivo. Hay historia de la geometría, de la óptica, de la termodinámica, etc., por lo tanto, de disciplinas definidas por un recorte que las vuelve insulares, exteriores las unas a las otras. Ahora bien, sería necesario que de las sea un indefinido global, para que la historia de las ciencias fuese aquella de “la juntura general del saber como tal y no desintegrado”[43]. Entonces solamente el saber como formación podría ser puesto en relación con otras formaciones en la historia general. Según Michel Serres, la historia de las ciencias es víctima de una clasificación que se acepta como un hecho de saber cuando el problema es saber de qué hecho procede, cuando habría que emprender primero “una historia crítica de las clasificaciones”.[44] Aceptar sin crítica la partición del saber antes del “proceso histórico” donde se va a “desarrollar” este conjunto, es obedecer a una “ideología”. El uso de estos últimos términos podría parecer que implican una referencia al marxismo, pero el contexto no permite decidir sobre ello.[45] De todos modos, se hará notar que la epistemología de Gaston Bachelard ha encontrado semejante problema, antes de que se le hubiera hecho a la historia de las ciencias el reproche de ignorarlo. La mayor parte de Racionalismo aplicado está constituida por interrogantes sobre las causas y el valor de la división en “distintas regiones de la organización racional del saber" y sobre las relaciones de los “racionalismos regionales” con un “racionalismo integrante”.

Los textos polémicos que acabamos de citar merecerían, evidentemente, cada uno por su lado, una exposición menos sucinta y un examen menos rápido. Pero nos ha parecido justo indicarlos en la medida en que uno y otro prometen a la nueva historia de las ciencias relaciones más fecundas que las que a menudo mantienen con la epistemología. Aun cuando sean críticas respecto a los programas de los que dijimos, al comienzo de este estudio, que son más numerosos que los logros, son ciertamente eso, programas. Hay pues que sumarlos a los demás. Esperando los logros.



Fuente:
Publicado originalmente en italiano, "Il ruole de l'epistemologia nella storografia scientifica contemporanea", Scienza e Technica 76, Annuario della Enciclopedia della Scienza e della Technica, Milan, Mondadori, 1976. En francés en G. Canguilhem, Idéologie et Rationalité dans l'histoire des sciencies de la vie, Paris, J.Vrin, 1988. La presente versión fue publicado en Eco. Revista de la Cultura de Occidente, Bogotá, tomo XLI/I, nº 247, Mayo 1982.

No hay comentarios: