TRIBUNA: JESÚS FERRERO
Lo que se está expresando en la capital francesa es un malestar difuso, lo suficientemente abstracto y general como para influir en otras partes. Y cuando Francia se altera, el efecto de repetición está casi asegurado
JESÚS FERRERO 30/10/2010
Cuando a los 18 o 20 años llegábamos a París con la intención de trabajar pero también de estudiar y de conocer a sus maîtres à penser, no sabíamos hasta qué punto París era una escuela que te obligaba a cambiar de carácter y a comportarte y vestirte de otra manera. Ya el primer año caías en la cuenta de que en París, como en parte ocurre también en Nueva York, todos eran personajes y de que tenías que cultivar tu propio personaje si querías sobrevivir. Percibías que las reuniones y fiestas eran concilios de personajes más que de personas. Si habías elegido el personaje inadecuado o sencillamente no eras un personaje tus pasos podían estar contados.
Marxismo, existencialismo y estructuralismo tenían antepasados comunes: Freud, Kant, Heidegger...
Puede que el dandismo parisino se deba a esa necesidad imperiosa que siente todo habitante de París de ser algo más que persona, algo más que personne.
También te dabas cuenta de que en París la gente era bastante solitaria buena parte del día, y que por eso necesitaban cenar fuera y con los amigos: eran los únicos momentos en que podían sentirse verdaderamente acompañados. En parte la ciudad te ayudaba a sobrellevar esa soledad con su fisonomía pintoresca y laberíntica, y en parte no. La soledad, mucho más severa que en España, y la necesidad de fabricarte un personaje tendían a acentuar tu narcisismo, otra de las revelaciones fundamentales que llegaba a ti el primer año: el culto al narcisismo tan característico de París y de cuyas dimensiones no se suele ser consciente hasta que uno no lleva algún tiempo allí.
Todo ello te iba configurando una conciencia del equilibrio más que un equilibrio de la conciencia. El culto a las formas y a los límites equilibrados del cuerpo te acercaba, sin que tú lo quisieras, a un cierto idealismo, y todo idealismo es en principio idealismo formal, pura estética. Advierto además que se trataba de un idealismo plegado al cuerpo y a sus circunstancias y muy plegado al personaje que uno estaba interpretando. Puede que en realidad se tratase de escudos necesarios. Ya decía Nietzsche que en torno a nosotros va creciendo una máscara, y que en el fondo esa máscara nos protege, y París tiene los habitantes adecuados como para albergar en su seno todos los abismos.
Pero además de ser una escuela de la vida y para la vida, París era también una gran escuela filosófica y literaria.
Los que han conocido la influencia cultural que tuvo Francia en Europa y en Iberoamérica, sentirán extrañeza de que París haya dejado de ser el faro que fue. Cuando yo cursaba estudios universitarios en la capital francesa, París era La Meca de los estudiantes extranjeros y algunos maîtres à penser habían alcanzado una gran celebridad e influían poderosamente en las cofradías de pedantes de los dos lados del Atlántico. Aquellos intelectuales que fueron clasificados, a menudo erróneamente, de estructuralistas, supieron seguir la estela de los existencialistas, que tan bien habían sabido vender su angustia, y eran adorados por sus seguidores. Podían ser lo que fueran, pero mantenían vivo el mito de París como capital de las ideas, completamente vivo. No era fácil advertir entonces que iban a representar el canto del cisne, que iban a ser la última escuela de pensadores de París verdaderamente influyente y seductora.
Si me fío de los hechos y de las emociones que me azotaron en aquel tiempo, yo diría que el año 1980 fue fundamental para percatarse de que la demolición de un mundo y de una escuela se estaba dando ya, de forma fulminante y casi disparatada, pues ese año Barthes murió por causa de un estúpido accidente de tráfico que casi parecía un suicidio, murió también Sartre (uno de los tres grandes padres de todos ellos, los otros dos eran Lacan y Lévi-Strauss), y finalmente Althusser estranguló a su mujer una noche de angustia extrema, inconsciencia y locura. Sin olvidar que un año antes el filósofo marxista Nicos Poulantzas se había suicidado abrazado a sus libros y arrojándose desde el piso 32 de la megalítica torre de Montparnasse, símbolo total de capitalismo francés. Para volverse locos.
Tres años después, Foucault moría de sida, y 10 años más tarde Deleuze se suicidaba por defenestración. Pero aún quedaban dos miembros notables en relación con esa escuela: el más viejo y el más joven, Lévi-Strauss y Derrida, hace algún tiempo muertos, por lo que se puede decir que se trata de una escuela que ha pasado íntegramente a la historia.
Vista desde cierta distancia, creo que ha sido una gran escuela de pensamiento en la que se han albergado tres generaciones en el más amplio sentido del término: los padres (Lévi-Strauss, Sartre y Lacan), los hijos (Barthes, Deleuze, Foucault, Lyotard...) y los nietos (Baudrillard y Derrida), y en la que el marxismo, el existencialismo y, finalmente, el estructuralismo conformaron sus tres grandes ramas que en ciertos momentos se tocaron, en otros se entrelazaron y en otros se combatieron con furor casi vesánico. A su vez, todos ellos tenían como antepasado fundamental a Freud, con frecuencia en mayor grado que a Kant, Hegel, Marx, Nietzsche y Heidegger.
Concebida la escuela de forma simbólica, podría decirse que levantaron una hermosa torre de Babel, que luego fue destruida por sus últimos miembros y entre cuyos escombros ahora nos movemos. Dos generaciones de constructores, algunos muy ambiciosos y faraónicos, y otra más de demoledores desenfrenados y bastante neuróticos. Suele pasar hasta en las mejores escuelas y las mejores familias. Construir y destruir: pura unidad dialéctica ya proclamada en el Eclesiastés.
En muchos aspectos representaron el fin de un mundo y el comienzo de otro. Unos teorizaron la desarticulación del saber y otros llegaron incluso a encarnarla trágicamente.
Al margen de las irresponsabilidades en las que pudieron caer a veces, para mí representaron la parcela más noble y desinteresada del mundo de París. Eran amables y accesibles, les gustaba vivir, eran generosos con la virtud y el vicio, y les habría escandalizado el moralismo siniestro de nuestros días. He intentado seguir a mi manera esa tradición pero cada vez es más peligroso porque el mundo se ha vuelto muy feroz.
Hace poco anduve deambulando proustianamente por París y la ciudad me transmitió, además de emociones estéticas incomparables, cierta sensación de decadencia, aunque en más de un aspecto vi que seguía siendo la escuela que siempre fue. Un domingo, me senté en una terraza de la rue Saint-Antoine y empecé a ver ante mí un tranquilo carnaval: cada peatón era todo un personaje. Normal. Ciertas tradiciones tardarán en desaparecer de la Escuela de París. Como también va a tardar en desaparecer el espíritu de revuelta con el que periódicamente nos despierta: por ejemplo ahora. Como muy bien dice la prensa francesa, lo que ahora se está expresando en París y en el resto de Francia es un malestar difuso, lo suficientemente abstracto y general para que las cosas vayan a más. Si fuera así, que los otros países pongas sus barbas a remojar. Cuando Francia se duerme, se duerme todo el continente, de la misma manera que cuando Francia se altera el efecto de repetición en otros lugares está casi siempre asegurado.
Pero eso es también la Escuela de París. Acabo de llegar de allí y antes de coger el avión estuve desayunando en un café de la plaza de la Sorbona mientras veía una manifestación de estudiantes de Farmacia y Medicina. Algunos y algunas iban disfrazados de enfermeras porno, y se lo estaban pasando muy bien a pesar del frío. Dos se tiraron a la fuente, otro hacía el gesto de estar sodomizando a un padre de la patria de bronce que se erguía junto a la fuente, otros estaban intimando en medio del jolgorio. Los policías los observaban a distancia con muy mala cara, como si pensaran que aquello podía ser el comienzo de una hermosa amistad con profusión de disciplina inglesa. Los camareros miraban a las chicas con lascivia y reparo. Uno de ellos dijo: "Esas putillas solo entran al café para mear. Prohíbeselo y diles que el lavabo solo está a disposición de los clientes". "Vale", dijo el subalterno, el mismo que me susurró mientras me cobraba: "¿Sabe? Las cosas empiezan medio en broma y luego se disparan. Que pase usted una buena jornada".
Jesús Ferrero es escritor.
El PAis ESPAÑA
ANÁLISIS: ANÁLISIS
La crisis del modelo francés
RAYMOND TORRES 30/10/2010
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No dejan de sorprender las protestas sociales que se han producido últimamente en Francia con motivo de la reforma de las pensiones. En ningún otro país desarrollado, salvo Grecia, el descontento se ha expresado en la calle de forma tan masiva. Los manifestantes se oponen al retraso de la edad de jubilación hasta los 62 años (67 para los que no han cotizado lo suficiente). En otros países, este tipo de reformas -a menudo más ambiciosas- fueron consensuadas o se realizaron sin oposición significativa.
Un Estado social lleno de agujeros
Francia
A FONDO
Capital: París. Gobierno: República. Población: 64,057,792 (est. 2008)
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En realidad el descontento traduce el pesimismo de muchos franceses con respecto a su futuro. El modelo social, basado en la doble promesa de prosperidad económica e igualdad de oportunidades bajo el ala protectora del Estado, está en crisis. Un 35% de las personas en edad de trabajar no tienen empleo -sobre todo jóvenes y mayores de 50 años-, muy por encima de Alemania y la media de los países desarrollados. Como consecuencia, el gasto social es uno de los más altos del mundo: representa un 28% del PIB, tres puntos por encima de Alemania, y casi 10 por encima de la media de los países desarrollados. Pese a ello, los índices de pobreza han aumentado para algunas categorías como los jóvenes sin empleo. Más grave aún, la igualdad de oportunidades se está convirtiendo en un mito. En los suburbios de las grandes ciudades, el sistema escolar se ha deteriorado. Francia figura lejos del pelotón de cabeza en los test internacionales de nivel educativo de los quinceañeros. Más de 120.000 jóvenes salen cada año del sistema escolar sin titulación ni cualificación adaptada a las exigencias del mundo laboral. Las posibilidades de movilidad social entre las clases populares se han visto gravemente afectadas por estas tendencias, mientras que las clases medias temen por su empleo y el futuro de sus hijos.
Probablemente no haya otra sociedad más sensible a las "injusticias sociales" que la francesa. Por ello no deja de preocupar que la percepción de injusticia se haya agudizado con la crisis financiera de 2008. Las remuneraciones de los directivos de los bancos chocan con la responsabilidad del sector en la crisis. Y la introducción por el Gobierno del presidente Sarkozy de un tope al impuesto sobre la renta se ha percibido como una decisión injusta. Fue ese el contexto en el que surgió la reforma de las pensiones.
La crisis del modelo francés se debe sobre todo a lo difícil que resulta reformarlo. Se espera demasiado del Estado, y este a su vez tiende a tomar decisiones de forma centralizada, lo cual explica la repetición de manifestaciones contra los gobiernos sucesivos. Algo que no tiene sentido en países más descentralizados o con diálogo social fluido.
Es urgente mejorar la capacidad del modelo para reformarse. La globalización exige una adaptación constante a un entorno más competitivo. La sociedad francesa es más heterogénea: inmigración, crecimiento exponencial de familias monoparentales, etcétera. Y por supuesto el envejecimiento también exige modificaciones del modelo.
Hasta ahora, la economía francesa no se ha visto afectada por esta situación. Antes de la crisis, el crecimiento de la economía gala se acercaba a la media europea, y superaba al de la economía alemana. Francia cuenta con algunos sectores muy competitivos y es el segundo país que recibe más inversión directa internacional. Pero evidentemente las perspectivas económicas pueden cambiar. En principio, el modelo francés de prosperidad y equidad mantiene su plena vigencia. La clave para salvarlo está en mejorar su capacidad de reformarse mediante una mayor descentralización, así como la implicación y responsabilización de los actores sociales.
Raymond Torres es director del Instituto Internacional de Estudios Laborales de la OIT.
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